Hay santos que viven ocultos en el silencio de Dios y otros, como San Juan Bosco, que son colocados como faro para los hombres de su tiempo. Al final de su vida, multitudes inmensas acudían a verle atraídas por los grandes milagros que realizaba, papas y cardenales pedían su ayuda y hasta los gobiernos anticlericales reconocían su labor.
Sus inicios, sin embargo, fueron muy humildes. Afrontó grandes penalidades para estudiar y alcanzar su sueño de ser sacerdote. Comprendió que Dios le llamaba a catequizar y educar a los muchachos de la calle y, sin un céntimo en el bolsillo, emprendió esa inacabable tarea con la única ayuda de su madre. “Todo por las almas”, le gustaba decir.
Enseñaba, catequizaba y confesaba incansablemente a sus muchachos y también les acompañaba en sus juegos, sabiendo que, para ayudarles, era necesario ganarse su amistad. De acoger a muchachos pobres en su propia casa pasó a construir talleres, escuelas e iglesias, siempre a crédito, confiando en la ayuda de nuestra Señora. Murió pobre, como pobre había vivido, pero pudo decir que Santa María Auxiliadora nunca le había fallado.
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